miércoles, 1 de diciembre de 2010

montes y ríos vulgares

Salí de los terrenos del santuario y cruzando la carretera seguí un sendero hasta el río Minase y me encaramé a un ribazo. El perfil de los montes sobre el río y el aspecto de la corriente seguramente habrán cambiado en setecientos años, pero la encantadora vista que se ofreció a mis ojos venía a ser la misma que imaginaba al leer el poema del emperador retirado. Siempre había pensado que sería así. No era un paisaje de belleza deslumbrante, ni un escenario grandioso con precipicios escarpados o rápidos que horadasen las peñas. Colinas suaves y una corriente mansa, bajo el velo delicado de la niebla vespertina: un escenario amable, refinado y sereno, como de pintura yamato-e. Cada cual ve la naturaleza a su manera, y habrá quizá quien piense que esa clase de paisaje no merece una mirada. A mi, por el contrario, son esos montes y esos ríos vulgares, ni majestuosos ni incomparables, los que me invitan a una dulce ensoñación y me dan ganas de quedarme para siempre. Un panorama así podrá no sorprender a los ojos ni arrebatar el espíritu, pero recibe al viajero con sonrisa de amigo. En un primer momento no parece gran cosa, pero permaneced un rato y os sentiréis rodeados de un dulce afecto, como en los tibios brazos de una madre amorosa. En la soledad del crepúsculo, sobre todo, querría uno fundirse con esas brumas río arriba, que parecen llamarle desde lejos.

Del relato El cortador de cañas, del escritor japonés Junichiro Tanizaki [1886-1965].

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